30 mayo, 2010

puntos de vista

Hoy he improvisado un ránking de mis ciudades favoritas. Barcelona, Londres, Dublín y Sarajevo (no necesariamente en ese orden).
Ayer llegamos a Dublín. Es la segunda vez que vengo en poco más de un año y la tercera en mi vida, y el enamoramiento inicial ha pasado a ser un amor maduro, consciente de que no es la novia más guapa, ni la más divertida, ni la más cariñosa que se puede tener, pero sí la más carismártica. Diez años después de mi flechazo con esta ciudad aún no sé explicar qué es lo que me gusta tanto de ella. El amor es ciego, no como la estatua de la justicia del castillo de Dublín, que no tiene ninguna venda tapándole los ojos, la da la espalda a la ciudad y porta una balanza desequilibrada.
Con los años me he vuelto más atenta a los detalles y es por eso que esta ha sido la primera vez que he descubierto los agujeros de bala en la GPO (la General Post Office o oficina central de correos) y en la estatua de O'Connell. Casi un siglo llevan allí, desde que unos cuantos locos decidieron rebelarse contra el ejército británico, que los superaba en diez mil a uno, en el Levantamiento de Pascua de 1916. Unos locos que ni siquiera tenían el apoyo del pueblo irlandés, más propenso a mantener el statu quo y no complicarse demasiado la existencia, pero cuyas conciencias se acabaron removiendo tras la liquidación, sin juicio, de los rebeldes.
Mirando los agujeros de bala de la GPO me he acordado de los agujeros de metralla en Sarajevo y los edificios bombardeados de Belgrado y me he preguntado por qué un agujero en una pared puede provocar sentimientos tan diferentes. Admiración en Dublín, horror en Sarajevo, rabia en Belgrado. No tengo, en realidad, ninguna respuesta convincente. La meditaré estos días paseando junto al río Liffey, pero puede que todo quede en una reflexión retórica. Aunque la historia siempre estará ahí, y cada uno que la juzgue a su manera.

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