24 febrero, 2010

la catedral de santa maría

Esta tarde iba al cine a ver Invictus, pero por alguna razón, y a pesar de los dos grados de temperatura, cuando estaba en la calle me ha apetecido más ver qué hay al final de Shandwick Place, una gran avenida que hay al lado de mi casa. La verdad es que aún no lo sé, porque cuando iba por la mitad me he metido por un callejón y me he dirigido hacia los dos picos de una iglesia que sobresalían por encima de los edificios y que no había advertido hasta ahora.
Es la catedral de Santa María, y yo ni siquiera sabía que existía. A los turistas les enseñamos la de San Giles, que está en pleno centro, en mitad de la Royal Mile. Pero Santa María -Saint Mary, de a Iglesia Episcopaliana anglicana- es mucho más bonita. Hoy, en plena noche y sin ninguna iluminación ni paseantes alrededor, era una gran mole negra que se alzaba justo hasta las nubes, porque la niebla no dejaba ver el final del pico más alto de encima del crucero. Al principio me ha sorprendido que fuera una simple iglesia, y no he sabido lo que era hasta que en una puerta escondida en el lateral he leído una inscipción que decía: "Por favor, entren a la catedral por el acceso principal en la calle equis" (he intentado quedarme con el nombre pero se me ha olvidado). La entrada principal en la calle equis está totalmente cubierta de andamios y en una calle convenientemente iluminada y por donde pasan los coches, pero yo me he paseado por los jardines que hay a un lado, embarrados y con el césped sin cuidar. Me ha parecido escuchar un órgano, pero cuando me he acercado ya no se oía nada. Y he pensado que las catedrales no tienen sentido, pero son bonitas, y aún más cuando las tienes un momento para ti sola. Me he acordado de la italiana torre de Pisa, que a casi todo el mundo le decepciona pero que a nosotras nos encantó porque la vimos solas, de madrugada. Hoy he tenido las vidrieras, los picachos rematados por flores de lis y la torre del crucero, anormalmente ancha para los estándares de la Europa continental, para mí sola durante unos minutos.
Luego me he sentado en un banco mojado por la lluvia que hoy ha vuelto a Escocia -quizás para quedarse toda la primavera-, y mientras me fumaba un cigarro, escuchando la alarma de un coche en la lejanía y el débil sonido del órgano que volvía a tocar, me he dado cuenta de una cosa sobre mí misma. Porque cuando hoy salí de casa para ir al cine de repente sentí un tremendo vacío, y he descubierto porque es: porque vivo mi vida como si fuera una bañera. La lleno de cosas y, por alguna razón en la que no me he parado ni quiero parame a pensar, cuando está hasta arriba, le quito el tapón. Y sigo viviendo mi vida hasta que se queda totalmente vacía, y vuelta a empezar. La verdad es que en el último mes ni he escrito nada ni tenía ganas de hacerlo por eso, porque se estaba escapando por el desagüe lo último que quedaba de este verano, del viaje que parecía que me había cambiado para siempre pero que ahora se revelaban, quizás, como unas simples vacaciones. Sentada en ese banco, sin sentir el frío a pesar de tener las manos y la cara congeladas, he pensado que no es ningún drama, que lo único que tengo que hacer es empezar a llenar la bañera de nuevo a partir de mañana. Cuando me alejaba de Santa María, he pasado por al lado de un banco dedicado -en esta ciudad la gente paga para dedicarle bancos de la calle a sus familiares fallecidos- "a Marjorie Gay, que amaba Edimburgo".
Luego, andando por las casas señoriales del West End, un barrio adinerado pero con muy pocas farolas, me he dado cuenta de que en realidad, esta vez no he dejado que todo lo vivido se escape. Sigue ahí. Pero ahora también hay más hueco para nuevos días llenos de cosas, y eso es bueno. Y de hecho, aunque haya pasado los últimos tiempos malgastando la mayoría de mi tiempo, sí que he echado un par de cosas a la bañera.
Tengo ganas de ver la catedral de Santa María a la luz del día.